ACURRUCADO

     Eran las nueve de la noche del día uno de abril. Estaba anocheciendo.     

    Calladito, acurrucado en un porche, al pie de una columna.

     Cuando lo vi me pareció muy bonito y me quedé un rato mirándolo, preguntándome por qué no se escapaba...

     Lo acaricié, y él abrió un ojo y volvió a cerrarlo. Me dí cuenta de que respiraba con dificultad. Empecé a entender: estaba enfermo y por eso permanecía callado y quieto.

     Triste. Sin compañía. Abandonado y solo, como un juguete viejo, como un verso roto.

     Por un momento pensé en llevármelo a mi casa para cuidarlo. Pero inmediatamente rechacé la idea: podía tener una enfermedad contagiosa.

     Fuí al coche, cogí un recipiente y lo llené de agua en una fuente. Se la acerqué a la boca. Pero él no tenía fuerzas para beberla.

     Mojé unas hierbas y se las acerqué a su pico. Hizo un esfuerzo. Tomó un poquito. Abrió un ojo. Volvió a cerrarlo. Apoyó su cabecita en el suelo. Y estiró una pata. Dejó de respirar. Y se murió.

     Miré al cielo y vi como lloraban, en silencio, las estrellas. Sin duda, le querían.

     Y no me extraña, pues, incluso muerto, seguía siendo hermoso, el pajarito.

(Juan, 01-04-2008)